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1879
Si basta imprimir en el
pensamiento las ideas y los datos de todas clases, acumulados por la
continua labor de las generaciones, para que el hombre, de esta suerte
iniciado en el espléndido tesoro que de sus mayores heredara, pueda
cumplir sus fines con sólo tomar de él a manos llenas y aplicarlo
abundante a las múltiples necesidades de la vida, la Pedagogía, la
ciencia de la educación, una de esas grandes creaciones del espíritu
moderno, ha venido en mal hora para su porvenir a un mundo en el que
nada le estaría encomendado. Estampar en la mente del niño y del joven
esos conocimientos, ora de un modo ocasional, según lo va reclamando el
curso incidental de los sucesos, ora conforme a un plan preconcebido y
formando de ellos estadística metódica, donde todos se clasifiquen por
géneros y especies como clasifican los naturalistas los animales o las
plantas, serían entonces respectivamente la diversa misión de la familia
y de la escuela. Excitar la fantasía para que su representación de los
elementos transmitidos sea pintoresca y gráfica; el entendimiento para
que los interprete con clara discreción; la memoria para que los
conserve y tenga prontos a la primera coyuntura, constituiría el único
procedimiento para levantar el niño a hombre formal y adulto: el único
método de esa tutela que, por ley de naturaleza, incumbe a los padres,
al mayor, al maestro, sobre el hijo, el menor, el alumno.
Por fortuna, las cosas están dispuestas de muy otra
manera. Pues si ese mismo tesoro ha de acrecentarse gradualmente; si
los seres racionales son algo más que repetidores mecánicos de lo que
aprendieron; si poseen -que por esto precisamente son racionales- un
germen capaz de obligado desarrollo, con propia virtualidad, y si al par
de la inteligencia en todo su vigor deben irse en él manifestando por
sus grados naturales y en íntima armonía las restantes potencias de su
alma, el amor a lo bello y a las grandes cosas, el espíritu moral, el
impulso voluntario y , sobre todo, el sentido sano, viril,
fecundo, que nos va emancipando de los limbos de la animalidad, donde el
niño y el hombre primitivo dormitan, y elevándonos a la plenitud de
nuestro ser, entonces -fuerza es reconocerlo- la educación actual,
descuidada en la casa y todavía más en la escuela, pide urgente reforma,
y la Pedagogía tiene infinito que decir y que hacer.
Testigo abonado de ello es nuestra presente
sociedad, cuyas tendencias adolecen de un vicio radicalísimo. "Se nos
enseñan muchas cosas -dice con frecuencia el joven-, menos a pensar ni a
vivir." El resultado es lógico. Los hombres medio instruidos, pero no educados, tienen
su inteligencia y su corazón punto menos que salvajes; oscilan al azar,
guiados por un oscuro instinto más difícil de interpretar que el
oráculo de Delfos; ignoran el arte de formar ideas propias y el de
servirse de las ajenas, y la anarquía de su desvariado pensamiento se
refleja en la inconstancia de su conducta, que por fáciles modos se
envilece en el egoísmo y el ateísmo práctico. Así, la sociedad
contemporánea, hija de aquella psicología para la cual la nota
característica del espíritu es el pensamiento, no ve en el hombre más
que la inteligencia, y en la inteligencia, el entendimiento; es decir,
la fuerza de penetración y acomodo de los pormenores. Así también el
gobierno de esta sociedad no está, como suele decirse, en manos del
dinero ni de la fuerza, sino del talento, de los hombres sagaces,
astutos, rápidos de comprensión, descreídos de ideal y expeditos de
lengua.
Por manera que la educación de nuestros tiempos
padece, primeramente, por suponer que el elemento intelectual es el
único que necesita racional dirección y abandonar el resto a la
conciencia individual y al irregular, y a veces contradictorio, estímulo
de los varios sucesos a que se fía la formación de nuestro espíritu en
todas relaciones. Y en segundo lugar, peca esa educación, dentro ya de
esa misma esfera, a que tenazmente se limita, por ser principal, casi
exclusivamente, pasiva, asimilativa, instructiva, ciñéndose a imbuir en
nosotros las cosas que se tienen por más averiguadas y dignas de
saberse, sin procurar el desarrollo de nuestras facultades
intelectuales, su espontaneidad, su originalidad, su inventiva. ¡Qué
convicciones arraigadas pueden esperarse de semejante sistema!
No es pertinente ahora discutir la parte en que la
llamada "filosofía positiva", venida a la Historia en estos últimos
tiempos, favorece con una cooperación inevitable este arraigado vicio de
nuestra educación intelectual. Sus afirmaciones conducen a la
proscripción de lo absoluto en el conocimiento, a la imposibilidad
consiguiente de principios universales y estables, al menosprecio de la
dialéctica racional, al abandono de la severidad metódica, sobre todo en
el positivismo dogmático, sin necesidad de la cual otorga al primer
advenedizo el derecho de fantasear a cada hora las más atrevidas
inducciones sobre el dato menos concluyente; creyendo con ingenuidad que
todo queda compensado con borrar la palabra «absoluto» de ese incesante
torbellino donde se engendran y perecen, en el punto mismo de
engendrarse, tanta teoría y tanta hipótesis y tanta gentil ocurrencia
como las que echaba en cara, con razón, el antiguo apriorismo
especulativo. Lugar habrá más propio para estudiar los bienes y los
males que, como todas, ha traído a la Historia esa dirección y para
conjeturar el resultado de sus esfuerzos en otro sentido tan fecundos.
Ahora, lo único necesario es consignar cómo, lejos de contribuir a que
nuestra educación se depure, ha coadyuvado al statu quo, amparando
primero el predominio intelectualista y luego, en este orden, el
menosprecio de lo racional y suprasensible, única base para enseñar a
los hombres principios de conocimiento y de conducta.
Al concepto de la educación y la enseñanza en vigor
obedecen, en general, el espíritu interno y la organización exterior de
todas nuestras escuelas, así las destinadas a dirigir al hombre en los
primeros años de su vida, como las que presumen de más altos servicios.
Cierto que respecto de aquéllas, por la impotencia lógica del absurdo,
se reconoce casi unánimemente que deben tener carácter educador, esto
es, cuidar de desenvolver en el niño todas las energías y facultades;
pero esta declaración, meramente teórica, no surte en la práctica efecto
alguno de verdadera importancia. El procedimiento usual de estampación, que
podría decirse, y por medio del cual se lucha a brazo partido con el
niño hasta hacerle repetir mecánicamente unas cuantas nociones -más o
menos inexactas-, más parece artísticamente enderezado a anular en él la
inteligencia que a proteger su gradual evolución. Una disciplina
absurda que obliga a la quietud y al silencio, que favorece la vanidad,
la envidia, la delación y la mentira, y da frecuentes ejemplos de
violencia, de ordinariez en aspiraciones, gustos y maneras, por lo común
de vergonzosa suciedad en la persona y el vestido, corona dignamente
esta obra de ignorancia. Ya después, ¿a qué hablar de personal, de
material, de locales? En todo ello, y tomadas en conjunto, las escuelas
públicas y las privadas rivalizan desdichadamente.
La profunda concepción de Froebel, que, destinada a
operar un cambio radicalísimo en nuestra sociedad, comienza por fortuna
a difundirse en todos los pueblos cultos, constituye, sin duda, el
inmediato fundamento para la reforma de nuestra educación. Recordemos,
por cierto, que a hombres liberales se debió el establecimiento de la
primera cátedra para enseñar la pedagogía froebeliana, cátedra abierta
en la Escuela libre de Institutrices por el inolvidable D. Fernando de
Castro; como se le debieron los proyectos para crear varios jardines
conforme a este sistema, proyectos sobre los cuales ha establecido luego
el de Madrid el señor conde de Toreno. Pero los procedimientos de
Froebel nada significan ni pueden tener trascendencia si no van
acompañados del sentido que los inspira. Recuérdese lo que acontece en
la inmensa mayoría de nuestras escuelas de párvulos, donde los
ejercicios corporales y estéticos, los juegos instructivos, la intuición
y demás resortes para desenvolver el espíritu infante, proclamados por
el ilustre Montesino, degeneran con enojosa frecuencia en un mecanismo
rutinario, sin libertad, monótono, que al poco tiempo aburre tanto al
niño como los antiguos y fastidiosos métodos. ¡Cuán sorda, pero cuán
tenaz resistencia han de hallar estas innovaciones entre nosotros,
cuando todavía en Alemania y en Inglaterra un Rosenkranz y un Bain
defienden la eficacia de los castigos corporales, a pesar de
considerarlos el segundo "como una injuria grave para la persona que lo
aplica y para los que se ven obligados a presenciarlo"!
Así, no es maravilla que uno de los más competentes
remes de la enseñanza francesa, Julio Simón -si mal no recordamos- haya
dicho: "Todos los niños son inteligentes, hasta que entre el maestro y
los padres se encargan de embrutecerlos."
Y, con todo, en la escuela primaria todavía la
fuerza de las cosas mantiene cierta tendencia educadora, pese a Bain,
que, contra su habitual discreción, opina que la misión del maestro es
suministrar al discípulo «una cierta instrucción definida». Allí, con
efecto, no cabe desatender en absoluto el sentimiento, ni la actividad
corporal, ni el carácter moral del alumno. En las demás instituciones
que forman los grados superiores de la jerarquía el divorcio es tan
riguroso cuanto que las más veces hasta se procura de intento. Los
griegos lo entendían de otro modo. Para ellos, ni cabía instrucción sin
educación intelectual, ni educación intelectual sin cultura completa del
espíritu y el cuerpo. Platón será en este punto el eterno modelo de
toda enseñanza digna de tal nombre. Enseñanza -¡qué herejía para el
antiguo régimen!- dada sin reglamentos, concursos, oposiciones, libros
de texto, exámenes; sin borlas, mucetas y demás insignias solemnes; y
-lo que es más grave aún- sin ese pedantesco abismo entre el maestro y
el alumno, extraños hoy uno a otro para lo más de su vida, salvo el
efímero vínculo de la lección académica en que el profesor se siente
inspirado de Real Orden todos los lunes, miércoles y viernes, de tres y
media a cinco de la tarde. La unidad interna de su vocación formaba
alrededor del filósofo el círculo de sus discípulos; y un trato personal
y continuo alimentaba esa intimidad sin la cual es imposible que se
entregue a libre comunión la conciencia, cerrada por legítimo pudor ante
la mirada indiferente de un auditorio anónimo y extraño. En cuanto al
cuidado del cuerpo, sabido es hasta dónde lo elevó aquel pueblo de
artistas. Hoy, ¡qué diferencia!, las prácticas de aseo que se hallan a
cada paso en la Odisea - con referirse nada menos que a los
tiempos homéricos- debieran decretarse por las Cortes para más de un
consejero de Instrucción pública.
La filosofía escolástica, considerada
exclusivamente con respecto a nuestro asunto, vino a cumplir lo que tal
vez faltaba a la griega: el rigor intelectual, más que en la indagación,
en la construcción de la ciencia, cuyas formas y procedimientos afinó
sutilmente. Pero la enseñanza, familiar todavía en los primeros siglos
de la Edad Media y en los primeros tiempos de sus Universidades, tendía
por necesidad cada vez a cerrarse en el intelectualismo y fue perdiendo
aquella condición, sobre todo desde el establecimiento de las
Universidades, de que ya en el siglo XVII Spinoza advertía en su Tratado político que, "más que para cultivar los ingenios, se levantaban para oprimirlos". (Academiae quae sumptibus reipublicae fundantur, non tam ad ingenia colenda quam ad eadem coercenda instituuntur.)
Y si la libre expansión cultural del Renacimiento
trajo en esta esfera una crisis, de la cual había de nacer un mayor
interés por los problemas de la educación, interés siempre desde
entonces en aumento, hasta engendrar la constitución de la Pedagogía
como ciencia, el principio de la jerarquía externa, útil para fundar las
nuevas sociedades, pero iniciado con el carácter exclusivo propio de
los tiempos, se aplicó a aquellas corporaciones, que en la mayoría de
los pueblos apenas van acertando hoy todavía a abrir liberalmente su
espíritu a comunión con el espíritu social. En virtud de este orden de
cosas, maestro y discípulo vinieron a considerarse, no como
cooperadores, pero igualmente interesados en la obra científica, mas
como dos órganos de funciones radicalmente inversas. El primero, como
tal maestro, no era el hombre que investigaba la verdad, sino el que la
poseía y la enseñaba; el segundo era el profano, el lego, que sólo tenía
que poner de su parte lo estrictamente necesario para recibirla y
retenerla.
Compréndese, desde luego, que esta nueva
concepción, poderosamente auxiliada por el carácter dogmático de aquella
edad y por la función principalmente instrumental de aquella filosofía,
amenazaba, desde luego, la intimidad entre maestro y discípulo,
intimidad que sólo cabe en la idea de un fin común y de una igual
dignidad. Y la amenaza se cumplió por ley indeclinable; y la generosa
juventud de la Academia, del Liceo, del Pórtico, vino a convertirse
andando el tiempo en la masa indiferente y sin interna vocación que se
atropella en los bancos de nuestras aulas el mínimo tiempo indispensable
para obtener sus certificaciones.
La enseñanza perdió su carácter indagativo; pero
como la ciencia no pudo perderlo, apartáronse una de otra más o menos
amigablemente, y las investigaciones originales se verifican desde
entonces, digámoslo así, a puerta cerrada, por los profesores o, más
aún, por sabios ajenos al profesorado; porque en Inglaterra,
verbigracia, con motivo de la urgente reforma de sus vetustas
instituciones clásicas, un escritor ha asombrado al país con el catálogo
de los descubrimientos que allí se han hecho fuera de las
Universidades. Entre nosotros, la opinión, justamente alarmada al
comparar la enorme plétora de nuestras aulas con el lento progreso de la
cultura pública, quizá comenta aún aquellas palabras de Roxas Clemente,
al afirmar que, si de sus estudios resultaren con el tiempo algunas
ventajas a la patria, "todas se deberían a quien le apartó de las tareas
estériles de colegios y Universidades...".
Los resultados, luego, de las propias o ajenas
investigaciones que mejor comprobados parecen, se comunican al alumno,
el cual ya no tiene más que aprenderlos, librándose de la tarea enojosa
de buscarlos; verdad es que, adoctrinado por el hábito, si algo pide es
que se disminuya hasta el mínimo de los mínimos la dosis de sabiduría
que ha menester para salir aprobado.
La vocación del profesor en semejante orden de
cosas ¿cómo no ha de decaer y punto menos que extinguirse? Sin faltar a
conveniencia alguna, deber doblemente imperioso para quien ha podido
observar desde dentro el organismo real del Magisterio público, y
dejando a salvo la excepción de hombres beneméritos e ilustres (cuyos
nombres, por lo mismo de ser tan pocos, vienen a los labios de todos),
lícito es asegurar que no siempre, ni las más veces siquiera, son
motivos extraños a la elección de este oficio la estabilidad que en él-a
veces-se disfruta, la relativa independencia en su desempeño, la
consideración que se le otorga, superior a su mezquino salario, las
facilidades que proporciona para aumentar su clientela al abogado y al
médico, o para llegar rápidamente a la cúspide de los honores y las
dignidades políticas. Y si alguna voz se levanta en el seno de esta
clase, invocando sus fines y llamándola a cooperar más concienzudamente
en la doble obra de la ciencia y la educación nacionales, para un
corazón que responda, ¡cuántas miradas de asombro en los sencillos y
cuántas sonrisas cínicas de los expertos y avisados vendrán a señalar la
presión que en unos y en otros ejerce la conciencia de su ministerio!
Para acudir a los males infinitamente varios que de
esta deplorable situación proceden se han proyectado y puesto por obra
remedios muy varios también. Así, por ejemplo, Francia, cuyas Facultades
vegetan en el mecanismo burocrático, ha ensayado en su «Escuela de
Altos Estudios» y en otras una enseñanza más libre, análoga a la de las
Universidades alemanas y privada para su bien de «efectos académicos».
Pero ni esta reforma era suficiente, porque el mantenimiento del statu quo en
las Facultades daba a esos centros carácter de excepción, restringiendo
considerablemente su influjo, ni tenía intimidad bastante más que en
ciertos estudios (verbigracia, los de Química) que por la índole
especial de sus trabajos exigen casi siempre una comunicación más
personal y estrecha del profesor con el alumno, colegas allí, por
fortuna, en el proceso de las investigaciones. No es, pues, maravilla
que hoy se quiera salir de este orden de cosas.
Pero el verdadero remedio-ya se habrá comprendido
por este trabajo- es otro y muy sencillo, tan sencillo como seguro,
aunque de lenta y laboriosa aplicación: acentuar el carácter educativo
en la escuela primaria, donde apenas existe pero a cada instante brota, y
llevarlo desde allí a la secundaria, a la especial y profesional, a la
superior, en suma, a todos los órdenes y esferas. Como condiciones
externas para que ese nuevo espíritu pueda allí formarse hay que
convertir las lecciones en una conversación familiar, práctica y
continua entre maestro y discípulo; conversación cuyos límites variarán
libremente en cada caso, según es fácil suponer, pero que acabará con
las explicaciones e interrogatorios del método académico, como
igualmente con la solemnidad de nuestros exámenes y demás ejercicios
inútiles. Para decirlo de una vez: conservando el sistema de mera
exposición a aquella enseñanza en forma de discursos, que se dirige a un
auditorio anónimo y de un cierto nivel medio de cultura, constituyendo
las conferencias públicas, en lo demás, una cátedra de Instituto, como
una de doctorado; las de Derecho Civil como las de Fisiología o las de
Metafísica, todas deben reproducir, cada cual a su modo, el tipo
fundamental de una escuela primaria bien organizada. Esto es, deben
venir a ser una reunión durante algunas horas, grata, espontánea,
íntima, en que los ejercicios teóricos y prácticos, el diálogo y la
explicación, la discusión y la interrogación mutua alternen libremente
con arte racional, como otros tantos episodios nacidos de las exigencias
mismas del asunto. Algo de esto pretenden los seminarios alemanes y
demás institutos análogos, y los cursos fermés de Francia, como los consagrados, sobre todo, a las lenguas sabias y a las ciencias de la Naturaleza.
No es posible alargar ya este desmedido trabajo.
Sólo debe advertirse para concluir que la reorganización de la escuela
primaria y la aplicación de sus formas y métodos más y más depurados a
la secundaria, y de aquí cada vez en más amplia esfera -que es por donde
debe empezarse-, constituye, no obstante el delicado tacto que
requiere, una empresa inmediatamente asequible: de ello quisiera bien
dar muestra la Institución Libre de Enseñanza. Nuestra torpeza y falta
de medios tienen, ¡todavía!, a medio resolver este problema. Mientras
esto no se comprenda, poco ha de esperarse de nuestros centros docentes,
públicos o privados, para la cultura y progreso de la patria. El niño,
que detesta la escuela; el joven, que maldice los estudios graves; el
Gobierno, que los proscribe de sus cátedras y hasta los persigue en
ocasiones; el profesor, que repite año tras año la misma cantilena,
suspirando con el alumno por la hora dichosa de las vacaciones que ha de
emanciparlos a entrambos, son, después de la atonía del espíritu
nacional, el más elocuente testimonio contra un orden de cosas que sólo
por excepción deja de inspirar tedio. Con ser tan miserables los
recursos materiales consagrados a su subsistencia, quizá todavía exceden
al beneficio que produce.
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